Portadas
Cuando pienso en la palabra caricia evoco, sin duda, el roce de mis dedos sobre otra piel. Es probablemente el contacto humano –después de la mirada profunda- que más disfruto. También es cierto que podemos acariciar con la mirada o con un susurro amoroso. Pero si hay un sonido que me hace sentir una caricia, casi como si fuera el roce de otra piel, es la voz del Violonchelo.

Lo descubrí en la adolescencia. Reparé en su acariciante sonido cuando mi papá nos llevaba a escuchar a la Orquesta Sinfónica de la UNAM en la Sala Nezahualcóyotl. Un solo de Violonchelo me podía erizar la piel. El enamoramiento culminó cuando fui a ver una película –y no puedo recordar el nombre- de esas que nos ponen el corazón hecho un papalote a los 15. La protagonista era violonchelista y hacía suspirar de amor al galán de la historia con esas notas melancólicas que rimaban con sus tribulaciones juveniles. De esa sala de cine salí convencida de que yo quería tocar el Violonchelo.

Como suele suceder, la vida me llevó por otros caminos. Y para cuando tenía 34 años y ya me dedicaba a la escritura, alguien me hizo una pregunta que me devolvió a mi época adolescente. ¿Qué sueño dejaste olvidado en el camino? Lo primero que vino a mi mente fue, por supuesto, mi romance con el Violonchelo. Mi corazón seguía latiendo igual de fuerte por él y, esta vez, no iba a quedarme con las ganas.

Fue complicado encontrar un maestro que estuviera dispuesto a darme iniciación musical a esa edad, cuando yo no había tocado jamás un instrumento. Pero me acogió Pilar Gadea, una maravillosa maestra de Violonchelo para niños que fue quien me regaló la posibilidad de que la magia de la música acariciara mi vida. Estudié con ella durante 3 años y, jamás superé a mis compañeros de 12, mientras que mi hija de 5 me rebasaba a toda velocidad en el aprendizaje. ¡Pero llegué a participar en un par de conciertos! (En uno, de tan nerviosa que estaba, toqué toda la pieza en que me tocaba hacer un solo, mientras el resto del ensamble tocaba la pieza correcta, que no era la mía).

Una noche, mientras practicaba una lección que me estaba costando mucho trabajo, tuve unos instantes de revelación. Duró seguramente unos cuantos segundos, pero ha sido de las experiencias más místicas que he tenido. Como nunca logré aprenderme sin mirar la posición de los dedos sobre el brazo del instrumento, sino que tenía que mirar las marcas que mi maestra había puesto para indicarme el lugar correcto, solía hacer un esfuerzo extraordinario para coordinar mi mirada que debía ir de la partitura a mis dedos y viceversa. Pero de pronto, inesperadamente, mis dedos comenzaron a moverse por su cuenta mientras mi mirada seguía la partitura sin esfuerzo.  Por algunos momentos mágicos, mi Violonchelo y yo hicimos el amor. Yo acariciaba sus cuerdas sin pensarlo y él acariciaba todo mi ser con esa voz grave y aterciopelada que lo caracteriza… hasta que acabó la magia y, de nuevo, no tuve ni idea de cómo continuar. Nunca he olvidado esa experiencia que me acercó a lo que en mi imaginación habría sido ser una violonchelista de a de veras. Y la extraño, como se extrañan las caricias de un amante al que jamás se olvidó.

Lilyán de la Vega

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